Diario de una salida del país Parte I
Corrían los días de agosto del año anterior al año de la cuarentena, podríamos decir que el año 1 AC (antes de la cuarentena, obvio). Yo había llegado mediante una sucesión de eventos poco atractivos para el lector, a obtener ese sellito en el pasaporte que te hace sentir ser humano... esteee, visado le dicen. Yo más bien lo sentí como un orgasmo de seis meses. Pues resulta que gracias a este dichoso sello pude ir al aeropuerto por primera vez en calidad VIP (¡Voy a Irme Pinga!) porque eso de ir a buscar a un familiar y virar al barrio donde el olor a nuevo de los tenis que me trajeron lucha con el charco de agua albañal y la plasta de «sorpresa animal», esa rutina de ir al aeropuerto y virar (comparable con darte unos cuantos besos con una chica y que cuando estás casi ahí, se vaya y te deje con aquello más duro que «el período especial») pues que eso ya me estaba empezando a dar gastritis. Pero esta vez no mi ciela, esta vez iba todo empoderado, con aires de grandeza; imagínate que